Podríamos decir que durante 2018 se acentuó la migración o desplazamiento del delito en dos sentidos. Por una parte, tenemos que los delincuentes que operaban en un lugar se movieron hacia otros, ya sea en el territorio nacional o afuera del país. Esto sucede por varias razones, las más frecuentes son la pérdida de atractivo de la actividad que se desarrollaba en el lugar originario, unida a la posibilidad de obtener mejores ganancias en el sitio de destino. Es por esto que vemos a delincuentes que antes estaban en Caracas extorsionando a contratistas petroleros en el estado Trujillo, o individuos que secuestraban en Anzoátegui y que ahora se incorporaron a bandas de mineros en el estado Bolívar.

También ocurre que los desplazamientos se den para huir de la persecución de las autoridades, en especial cuando el exterminio físico se ha convertido en una práctica habitual. De allí la presencia de elementos de bandas como el llamado tren de Aragua en Perú, o de extorsionadores en ciudades costeras de Colombia.

Pero existe también otro tipo de desplazamiento, que es el de actividad.

Esto lo vemos con claridad cuando analizamos las disminuciones hasta casi cero de los robos a bancos y a vehículos blindados.

Eso no quiere decir necesariamente que haya menos delincuentes en determinadas áreas o que las políticas de seguridad estén rindiendo frutos. Para determinarlo con claridad tenemos que revisar cómo se comportan los demás indicadores sobre actividades al margen de las leyes.

En el caso de los asaltantes y secuestradores, es claro que parte de ese desplazamiento se ha producido desde las calles o vías públicas hacia las viviendas de las víctimas. En otras palabras, el delincuente que antes secuestraba o robaba bancos se dio cuenta de que ahora las ganancias pueden estar en el entorno doméstico de las víctimas. Esto
obliga entonces a redoblar los medios de prevención y detección temprana de cualquier actividad delictiva en torno a nuestras viviendas.